miércoles, 2 de febrero de 2011

Si realmente somos dueños de nuestra vida, ¿por qué no podemos decidir cuándo poner fin a la misma?

La mayoría de la sociedad considera el suicidio como un acto cobarde con el que personas débiles y generalmente depresivas apuran su último suspiro. No obstante, más allá de ser una rendición improvisada asociada a la flaqueza del ser humano, me atrevería a posicionarla como un acto de valentía, una decisión premeditada cuyas consecuencias irreversibles son minuciosamente analizadas. Soy reacia a creer que alguien, ante un contratiempo puntual, considere el suicidio como única alternativa para poner fin a su desdicha. No olvidemos que el suicidio se trata de un acto sin posibilidad de enmienda, una huida del agobiante mundo terrenal con la que poner fin a una vida de insatisfacciones y, en muchos casos, incomprensiones. Lejos de la fragilidad que se les atribuye a las personas que han elegido esta opción, hay que reconocer que, precipitar la marcha del único mundo del que tenemos conocimiento para adentrarse en el denominado más allá del que nada ha trascendido, es una decisión cuánto menos valiente.
La elección del suicidio surge tras un profundo análisis de los pros y los contras que supondrá continuar asumiendo y aceptando los diferentes escenarios que provocan tristeza y dolor, las circunstancias que sumergen a uno en un vacío existencial que le impide ver las posibilidades que la vida todavía le puede ofrecer. Es como un agujero negro y tenebroso que va devorando a su víctima, que va mermando sus ansias de vivir, que ofusca sus ilusiones y anula las aspiraciones que en otro tiempo pasado la había mantenido viva, que la conduce a planear con todo detalle el día de su adiós definitivo.
En demasiadas ocasiones se habla del suicidio en un tono profundamente despectivo, y se califica a la persona que lo practica de egoísta e ingrata. Sin embargo, creo que se debería tratar el suicidio con el respeto que se merece, sin tabúes y sin tópicos. La tendencia marca a consolar a las personas que han perdido al familiar o al amigo, a lamentarse de la actuación con la que ha sembrado el desconsuelo entre sus allegados. Sin embargo, no tenemos derecho a quejarnos del vacío que nos deja la ausencia de un ser querido, y mucho menos sabiendo que ese suceso, con toda probabilidad, podríamos haberlo evitado.
En muchas ocasiones convivimos con personas de las que desconocemos sus sentimientos y sus inquietudes. Nos conformamos con la apariencia y ni tan siquiera nos molestamos en ahondar en sus problemas o preocupaciones. Dificultades que la realidad evidencia, ya que de no existir, jamás habría planeado su propia muerte.
El suicidio es la manifestación de la superficialidad de las relaciones interpersonales. De la ligereza con la que, en muchas ocasiones, obviamos comentarios y reflexiones con un trasfondo revelador que somos reacios a reconocer. Procuramos no implicarnos en exceso, evadiendo responsabilidades y evitando compromisos. Creemos conocer a una persona hasta que, el día menos pensado, recibimos la trágica noticia. Es entonces cuando deberíamos recapacitar sobre lo ocurrido y cesar en el empeño de culpar a la víctima.
Asumir el final del papel protagonista de nuestra propia vida es un acto reservado tan sólo a los valientes. Aunque bien es cierto que estos valientes han perdido todo ápice de esperanza, han dejado aparcadas sus ilusiones y se han entregado a la incertidumbre que encierra la muerte. Con su decisión han rehusado de encauzar su vida. Sin embargo, ¿deben sentirse obligados a permanecer en un mundo que no sienten únicamente para evitar el sufrimiento de las personas que los rodean?, ¿deben dejarse llevar por la corriente, convertir su vida en una rutina que les desagrada, tan sólo por no decepcionar a sus allegados? Cuando unos padres viven el suicidio de un hijo el comentario habitual se centra en acusarlo de haberlos abandonado y en la dificultad de que éstos algún día puedan llegar a convivir con el dolor de su ausencia. No obstante, también habría que preguntarse sobre los motivos por los que estos mismos padres no se han percatado de los problemas que estaban consumiendo a su hijo.
Con esto no pretendo posicionarme ni a favor ni en contra del suicidio, simplemente aspiro a entender los motivos que pueden llevar al ser humano a poner voluntariamente punto y final. Es incuestionable la complejidad de un tema tan controvertido, pero, si realmente somos dueños de nuestra vida, ¿por qué no podemos decidir cuándo poner fin a la misma?

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